jueves, 28 de enero de 2010

TRAS LOS PASOS DE HOLDEN CAULFIELD, Bernardo Atxaga

Holden Caulfield, el adolescente infeliz de ‘El guardián entre el centeno’, de J. D. Salinger, conoció un Nueva York lleno de farsantes y de hipócritas. En este viaje, Bernardo Atxaga rastrea lo que queda de aquella ciudad reflejada en una novela legendaria. La figura de Caulfield, el James Dean de la literatura, resurge entre las neblinas del tiempo.


TRAS LOS PASOS DE HOLDEN CAULFIELD


El caso era complicado. Se trataba de seguir los pasos de Holden Caulfield, el protagonista de una novela legendaria. Título de la novela: The catcher in the rye (El guardián entre el centeno). Autor: J. D. Salinger, el escritor huraño por antonomasia, un hombre que detesta toda referencia a su persona o a su obra y que, según dicen, vive en una cabaña de Connecticut sin apenas contacto con el resto de los humanos. ¿Cómo hablar de un héroe juvenil, de una especie de James Dean de la literatura, sin herir la sensibilidad de los lectores que, por decirlo así, siempre lo llevan en su corazón? ¿Cómo no perder el hilo cuando, por el mutismo del autor, ni siquiera existe la posibilidad de una cita? Sí, el caso era complicado. No era un trabajo que pudiera hacer yo solo.

Al igual que otras veces, convoqué a los únicos ayudantes que puede tener alguien que debe redactar un texto de 10 folios, es decir, convoqué a las letras del alfabeto, primero a la A y luego a todas las demás, en estricto orden, hasta la Zeta. Afortunadamente, acudieron muchas, 27: las 26 que en este momento siguen en activo y la pobreci­ta Ch, siempre bienvenida a nuestras reuniones.

Tengo un trabajo que hacer —les dije—. Quizá recordéis la no­vela de Salinger El guardián entre el centeno.

Recuerdo que su protagonista era un tal Rolden —dijo la H

Caulfield. Holden Caulfield —añadió la C.

¿Era negro? —preguntó la N.

¿Negro? Todo lo contrario. Era lo que se llama un WASP —le respondió la W—. Un blanco de buena familia. Un adolescente que estudiaba en uno de los colegios de mayor prestigio en Nueva York.

Pencey —dijo la P—. El colegio se llamaba Pencey.

Pero no estaba exactamente en Nueva York. Estaba a una hora de tren de la ciudad, en Agerstown —añadió la A.


No me gustaría parecer fatua —dijo la F hablando con su finu­ra acostumbrada-, pero yo sí recuerdo la historia de Holden Caul­field. No era muy feliz y se sentía furioso con todo: furioso con sus fofos profesores, furioso con sus forzudos compañeros de clase, furio­so con los que sólo piensan en follar y escriben la palabra fuck en las paredes de los colegios de chicas, furioso con la vida en general y con los que él denominaba phoneys, farsantes.

Era un adolescente que no quería dejar de serlo —atajó la A.

¿Una especie de Peter Pan? —preguntó la P.

Así es. Un Peter Pan de 16 años.

Sea como fuere —continuó la F—, la cuestión es que HC deci­dió fugarse de Pencey y volver a Nueva York tres días antes del co­mienzo de las vacaciones de Navidad. Unas vacaciones que, por otra parte, iban a resultarle bastante largas, ya que acababa de ser expulsa­do del colegio. Lo que podemos leer en la novela de Salinger es preci­samente eso: lo que le ocurre al adolescente HC durante el tiempo que va desde su fuga hasta la vuelta definitiva al hogar familiar.

Su particular travesía por el desierto —dijo la T mirando a la D.

Su particular travesía por la selva, diría yo —aseguró la S—. Lo digo por algo que leí sobre los ritos de paso a la madurez en ciertas sociedades africanas. Para acceder a la categoría de guerrero, el joven debe hacer una travesía por la selva, andar por ella en solitario duran­te tres días y tres noches. Si supera la prueba, es decir, si se aguanta el miedo y triunfa sobre todos los enemigos que le salen al paso, entra a fonnar parte de la casta dirigente de la sociedad. En caso contrario,no. Es una buena metáfora de lo que cuenta la novela, ¿no? Si consi­deramos que la selva a la que se enfrenta HC es la ciudad de Nueva York...

Hablando de Nueva York —dije yo—, mañana salgo hacia allí. Voy a seguir los pasos de HC. Recorreré todos los sitios que se citan en la novela y en el mismo tiempo.

¿Con qué objeto? —me preguntó la O.

En primer lugar, quiero conocer de primera mano esos sitios y ver cuánto han cambiado desde la época en que Salinger los describió. En segundo lugar, me gustaría desvelar el secreto de la novela.

Qué secreto? —inquirió la S.

Todas las novelas tienen un secreto, un núcleo invisible a partir del cual han crecido y se han formado. Tengo la esperanza de que, analizando el itinerario de HC en El guardián entre el centeno, podré llegar a ese núcleo.

Entonces llévate esto —me dijo la P acercándoseme con un pla­no. Una de sus partes estaba llena de puntos—. Debes salir de aquí, que es donde debe de estar Agerstown. Luego te bajas aquí, en Penn Station, y localizas el hotel de mala muerte donde HC tuvo aquella desagradable experiencia con la prostituta y su chulo...

Edmont -dijo la E—. El hotel se llamaba Edmont.

Es el único punto que te puede dar problemas, porque los hote­les de esa clase suelen cambiar frecuentemente de nombre —prosiguió la P—. En cambio, los otros no te van a resultar dificiles de localizar. Aquí, en Broadway, tienes el teatro Biltmore; aquí, entre la Sexta y la 51, tienes Radio City; un poco más adelante, Central Park...

Vas a hacer el itinerario de un turista —comentó la T.

Caulfleld apenas si se alejó del centro -dijo la C.

Veinticuatro horas más tarde ya estaba alojado en un hotel de la avenida Lexington, en pleno Manhattan. Allí iba a estar mi centro de operaciones durante la investigación. Y la investigación comenzó, aunque no muy bien.

No existía en Pennsylvania ningún pueblo con el nombre de Agerstown, así como tampoco existía ningún Pencey Prep. Ambos lugares eran puramente literarios, meros trasuntos de los lugares —pueblo y colegio— donde estudió o descó estudiar el propio Salin­ger, y estaban hechos de esa tierra inefable que nadie puede pisar. Renuncié, pues, a la idea quizá excesivamente ceremoniosa de em­prender la investigación de la misma manera que HC había empren­dido su huida, es decir, a última hora de la tarde y a pie.

Era demasiado tarde para llamar a un taxi, así que hice todo el tra­yecto hasta la estación andando. No era muy lejos, pero hacía mucho frío. La nieve dificultaba el andar y las maletas me golpeaban las pier­nas. A pesar de todo, resultaba agradable estar al aire libre....

Mientras daba una vuelta por los alrededores de la estación de Trenton —segundo punto del itinerario, el primer lugar real que se cita en el libro—, pensaba sobre todo en aquella nieve que había pisa­do HC y en un poema que leí en mi juventud: Los copos de nieve se arremolinan en el foco de la farola, y parecen mariposas, las mismas mariposas de aquel lugar al que me prometí marchar.... ¿Habría influi­do la nieve en la decisión de HC? Paseando por las calles de Trenton, yo tendía a creer que sí, aunque en el caso de HC la cuestión no fuera marcharse, sino regresar. Regresar a Nueva York, regresar a Central Park para ver si se había helado el estanque de los patos; regresar, sobre todo, donde su hermana, la pequeña y maravillosa Phoebe.

Trenton me pareció un lugar pobre. Visité un mercadillo en el que se recaudaban fondos para ayudas sociales ylo más lujoso que encon­tré fue la tarta de manzana que había aportado una de las yecinas. Más tarde, ya en el andén de la estación, vi un yonqui que parecía haberse quedado dormido con el teléfono portátil en el oído, y junto a él, sin prestarle la mínima atención, un grupo de parados cuya dieta, a juzgar por sus abultados estómagos y las manchas que casi todos te­nían en la piel, no era —no podía ser— la debida. Había más gente en el andén: adolescentes que jugaban a hacerse llaves de judo, trabaja­dores que iban a la ciudad para el turno de noche, mujeres de la lim­pieza que, como luego me di cuenta, trabajaban en el cercano aero­puerto de Newark.

¿Y en los tiempos de HC? Pues en aquella época debía de ser una zona residencial, elegante.

De pronto, una mujer se subió en Trenton y se sentó ami lado. Lleva­ba con ella unas orquídeas, como si viniera de una gran fiesta....

Al igual que esos insectos que quedan atrapados en las gotas de ámbar, las orquídeas de la elegante señora quedarán para siempre en una de las páginas de El guardián entre el centeno como un recuerdo de otro tiempo. Viajando desde Trenton a Nueva York, una escena como aquélla resultaba dificil de imaginar. Mis compañeros de viaje hubieran rimado bien con un periódico deportivo, un libro de Sidney Sheldon o un par de agujas de hacer punto, pero no con un ramo de flores de a tres dólares la unidad. Con todo, el paisaje que se veía al otro lado de la ventanilla —los lugares donde vivía aquella gente—tenía un aspecto agradable, La mayoría de las casas eran unifarnilia­res y con porche, y en los campos de hierba que cruzábamos de vez en cuando pastaban caballos y vacas, las vacas más blancas que yo haya vistojamás. Luego, a medida que el tren se acercaba a Nueva York, el paisaje fue perdiendo lirismo y las estaciones por las que pasábamos parecían adosadas a los aparcamientos al aire, libre con capacidad para miles de vehículos. Una nota curiosa: en la ladera de una colina, a unos cincuenta metros uno de otro y como haciendo equilibrios, había dos autobuses de la Baptist Church de color azul cielo. Otra cosa curiosa: en el muro de ladrillos de una antigua fábrica alguien había escrito, con letras de tres metros de altura, la palabra Jesús,

Cuando llegué a Penn Station lo primero que hice fue meterme en una cabina telefónica. Quería llamar a alguien. Dejé las maletas fuera de la cabina, de manera que las pudiera ver, pero nadie me venía a la mente. Mi hermano DB estaba en Hollywood. Mi hermanita Phoebe se acostaba a eso de las nueve y no la podía llamar. A ella no le hubiera importado que la despertara, pero el problema era que no sería ella la que cogiera el teléfono. Lo cogerían mis padres. Así que no podía hacer aquello. Luego pensé en llamar a la madre de Jane Gallagher....

Penn Station fue el último de los edificios históricos que se derriba­ron en Nueva York. En la actualidad ocupa los sótanos del gran edifi­cio moderno —acero y cristaleras negras— donde, entre otros pabe­llones, se asienta el Madison Square Garden.

La sala de la estación, una mezcla de tiendas y taquillas, poco tenía que ver con la que HC había podido ver a través de los cristales de la cabina telefónica, y enseguida me alejé de allí. Tenía la esperanza de que después de los dos intentos fallidos —un co­legio que no existía, una estación que tampoco existía— lograría tomar contacto con la geografía real de El guardián entre el centeno. En la práctica, ello suponía encontrar el tercer punto del plano que me había proporcionado la P, es decir, llegar a aquel hotel Edmont donde su pro­tagonista había tenido el incidente con la prosti­tuta y el chulo.

El taxista al que le di el nombre puso cara rara.

¿Edmont? Es la primera vez que oigo el nombre de ese hotel —me dijo en un inglés pro­nunciado a la francesa. Era haitiano.

¿Conoce un night club llamado El Salón azul.?

Era el club en el que Holden Caulfield había estado bailando con unas chicas un poco palurdas de Seattle. La novela lo situaba en los sótanos del hotel.

El taxista meneó la cabeza y llamó por radio. La respuesta fue negativa. Ni el hotel ni el club existían, Cogí el plano de la P y taché el punto que los representaba.

Entonces, lléveme al cruce de la avenida Lexington con la 47. Pero, si no le importa, me gustaría dar un rodeo y cruzar Central Park. Nunca lo he visto de noche.

Es como de día, pero sin niños.

En las ciudades grandes, la palabra normal suele abarcar mu­chísimo y el taxista no parecía preocupado por llevar en el coche a un tipo que preguntaba por lugares inexistentes o le pedía algo parecido a un capricho infantil. Reía con algo que decía el locutor de radio y luego, de vez en cuando, daba golpecitos en el volante al ritmo de las canciones que iban poniendo en el programa. Decidí dar un paso más y preguntarle lo mismo que HC preguntaba a todos los taxistas que se cruzaban en su camino.

Oiga, ¿conoce los patos que hay en el lago de Central Park South? Sabe dónde le digo, ¿no? En el lago pequeño. ¿Sabe por casua­lidad adónde se van esos patos cuando el lago se hiela? ¿Lo sabe, por casualidad?

El taxista reaccionó igual que el primero de los que aparecen en el libro.

¿Me está tomando el pelo? —dijo volviéndose hacia mí.

En absoluto. Estoy interesado en esas cosas.

También esta respuesta pertenecía a HC, aunque no creo que yo la diera con la convic­ción que él había empleado. Una idea cruzó por mi mente. ¿Cómo podía tener tantos admirado­res una novela cuyo protagonista hacía pregun­tas tan tontas?

No creo que vayan a ningún lado. La gente les da de comer —me dijo el taxista. Advertí por su tono que ya estaba alcanzando la fronte­ra de lo normal y no volví a abrir la boca hasta que llegamos a mi hotel en Lexington. Era un hotel real, confortable, probablemente de buena fama; y me quedé dormido mientras intentaba repasar todos los fracasos de la jornada. ¿Existi­rían los demás lugares de la novela? ¿Quedaría algún punto de mi plano sin tachar? En fin, ya se vería. Todavía me quedaban dos días para intentarlo.

Resumo lo que ocurrió durante aquellos dos días. La mayoría de los otros lugares de la novela sí existían, y además, a lo grande, con la clase de existencia necesaria para figurar en todas las guias turísticas. Así ocurría, por ejemplo, con todos los puntos que en mi plano figu­raban dentro o cerca del rectángulo de Central Park y representaban lugares como el zoo, el tiovivo, el Museo de Arte o el edificio de Ra­dio City, con su pista de patinaje sobre hielo. Sin embargo, y debido precisamente a su gran entidad, ninguno de ellos me sugería nada.

Con todo, hubo una excepción: el teatro Biltmore de Broadway, el lugar donde HC se cita con Sally Hayes.

Cuando llegué al museo me di cuenta de que no entraría allí ni por un millón de dólares. Si mi hermanita Phoebe hubiera estado allí me habría quedado a verlo, pero ella no estaba allí. Así que cogí un taxi y me fui al Biltmore. No tenía muchas ganas de ir, pero tenía aquella maldita cita con Sally.

El Biltmore ya no es lo que era cuando Salinger escribió la novela. Lleva cerrado muchos años, sin otra dignidad que la que, por contras­te, le confiere la vulgaridad reinante en Broadway. Da la impresión, cuando se le mira con buenos ojos, de que no ha querido adaptarse a los nuevos tiempos, tan ramplones, tan deudores de la televisión, tan ajenos al género teatral.

¿Qué pasó con el reloj que había ahí, en la entrada del Biltmore? —pregunté en la taquilla del teatro de enfrente. El empleado me res­pondió con una de las palabras que tanto daño hacían a HC. En épocas de crisis, lo primero que se pierde es el buen humor.

Después de recorrer Broadway intenté buscar el Wickers, el bar de perverts donde HC se cita con un antiguo compañero de estudios para acabar agarrándose una gran borrachera en solitario. Pero no existía, o al menos yo no lo encontré en la guía telefónica. Y lo mismo ocurría con la casa de Mr. Antolini, el ex profesor que acoge a HC en su casa con intenciones aparentemente tan perverts como las de cualquier cliente del Wicker.

De cara a mi propósito inicial —seguir los pasos de HC, llegar al núcleo invisible de El guardián entre el centeno—, el segundo día fue casi tan decepcionante como el primero. Pero, aparte de eso, no me fue mal del todo. Tuve un encuentro. Ocurrió cuando volvía a mi hotel en Lexington, cerca de Radio City, en un bar de la Diamond Street. El camarero era un mexicano de mediana edad.

Si me permite la confidencia —le dije en español—, hay algo que me ha llamado la atención. Cuando he pasado por aquí esta ma­ñana, las tiendas estaban repletas de diamantes. Ahora, en cambio, están absolutamente vacías. Han recogido todos los diamantes, los de dentro y los de los escaparates. Yo pensaba que sólo retiraban los de los escaparates.

Yo le había hablado casi en broma, pero el camarero pareció en­tristecerse con la historia. Luego se puso a hablar como para sí mismo.

Yo le digo muchas veces a mi esposa que esto no puede ser así, que luego Dios nos compensará a los pobres. Que no puede ser que esta gente gane 4.000 dólares en 10 minutos porque le compran bara­to a un compadre que viene con su diamantito de Colombia o de Brasil, que no sabe de precios ni sabe inglés, y luego lo venden 20 veces más caro. Pero ella me dice que no, que Dios no nos compen­sará.

Inesperadamente, se puso a sollozar. No supe qué hacer y me esca­pé del bar balbuceando algunas palabras de ánimo. Durante la noche, mis pensamientos giraron en tomo a la naturaleza de los problemas. No, los problemas de HC no eran como los del camarero mexicano. Claro, que también HC sufría, pero su sufrimiento parecía más pasa­jero, es decir, más banal.

El último día que pasé en la ciudad no hice nada especial. Me dediqué a caminar a la deriva. Medí cuenta de que hay tres cosas que son dificiles en Nueva York: pasar un minuto sin ver un taxi amarillo; pasar dos sin rechazar o recoger un prospecto publicitario; pasar tres sin ver un rostro que nos traiga a la memoria no sé qué país, quizá Polonia, o Turquía, o Corea, o Filipinas.

No volví a pensar en El guardián entre el centeno hasta que me monté en el avión de vuelta. O quizá sería más exacto decir que me encontré pensando en la novela mientras contemplaba el envés de las nubes que había entre el Atlántico y nosotros. Poco a poco, las impre­siones que había acumulado durante aquellos tres días fueron cogien­do supuesto, ordándose, uniéndose entre sí hasta formar un dibujo bastante distinto al que figuraba en el plano de la P.

Nada más llegar a casa convoqué la segunda mesa redonda. Esta­ba ansioso de ofrecer el resultado de mis elucubraciones.

¿Has dado con el núcleo de El guardián entre el centeno?—me preguntó la N en cuanto nos sentamos.

Si me lo hubiérais preguntado ayer, mi respuesta habría sido negativa. Pero ahora no. De verdad, creo que entiendo esa novela —respondí.

Explicate —dijo la E.

No te cortes —insistió la C en el tono que mejor cuadraba con el espíritu informal con que la mayoría de las letras se habían presenta­do en la reunión. La B, por ejemplo, iba con bermudas y la C llevaba gorro y gafas de sol.

Tenemos tiempo —dijo la T.

Es verano. Estamos de vacaciones —añadió la V.

Visto el ambiente, me prometí ser muy breve. Cogí las notas que había escrito en el avión y me puse a hablar.

Pensaréis que es un juego de palabras, pero, en mi opinión, el centro de la novela es Central Park. Cuando HC llega a Penn Station y coge un taxi, se equívoca al dar la dirección y acaba en Central Park. Y también acaba en Central Park el día de la cita con Sally o la noche en que el profesor Antolini le asusta con sus caricias. Por otra parte, la historia finaliza precisamente allí, cuando él se junta con su hermanita Phoebe y los dos marchan hacia el tiovivo que hay junto al famoso estanque de los patos. Por definirlo con una imagen, yo diría que el parque actúa como un imán y que, como virutas de metal, todas las acciones que HC lleva a cabo tienden a moverse en esa dirección. Ahora bien, ¿por qué Central Park y no cualquier otro sitio?

Buena pregunta —dijo la P aceptando un zumo que le ofrecía laZ.

Pues porque es el lugar de la infancia. Cuando yo pasé por allí vi niños en todas partes, en el zoo, en la pista de patinaje, en el tiovivo, en los museos, en los campillos de voleibol o de béisbol, en todas partes. Si dentro de 30 ó 40 años alguien pregunta a uno de esos niños sobre su infancia, es muy probable que el tal niño hable de los mo­mentos felices que pasó en Central Park. Pues bien, esto que es cierto para cualquier neoyorquino, lo es aún más en el caso de HC. Al fm y al cabo, él había crecido muy cerca de allí y sus visitas al parque ha­bían sido diarias. De donde se deduce que el imán que tira de él a lo largo de toda la novela es la infancia. Cuando él corre a refugiarse en Central Park, cuando busca por allí a su hemanita Phoebe, lo que hace en realidad es retroceder hacia su infancia.

Miré a los otros participantes de la mesa redonda en busca de una mirada interrogante o un gesto de aprobación. Pero ni lo uno ni lo otro. La mayoría de las letras parecían dormidas y las pocas que toda­vía estaban despiertas se qu¿aban del calor y rodeaban a la H en demanda de un helado.

Os preguntaréis por la razón de ese retroceso —continué, ha­ciéndome el sordo y el ciego—. Pues la razón es el sexo. ¡El sexo!

Ante aquel grito mío, las letras volvieron a su ser y pusieron cara de atención.

¿De qué hablas? —preguntó la X.

Os lo explico muy brevemente —dije—. Supongo que estaréis de acuerdo en que para llegar a la madurez, a la madurez en general, hay que lograr antes la madurez sexual y afectiva. Una persona sexual o afectivamente inmadura jamás accederá del todo a un estado más complejo que el de la infancia o la adolescencia. Pues bien, HC no acaba de dar el primer paso. Como las personas que tienen vértigo y se ponen de cuclillas en cuanto se ven a un metro del suelo, él recula ante todas y cada una de las invitaciones sexuales. Recula hacia Cen­tral Park, recula hacia su hemianita Phoebe. Así las cosas, yo no creo que la novela trate, como se ha dicho, de un héroe que odia a los phoneys o de un rebelde que no quiere integrarse en una sociedad hipócrita, superficial y materialista. Yo creo que eso es un barniz, la mancha de tinta con la que HC quiere ocultar su verdadero senlir. La única duda que me queda es si Salinger participa en esa maniobra, aunque tengo la sospecha de que él se parece bastante a su personaje.

Volví a mirar a mis contertulios y me encontré con un panorama aún más descorazonador que la anterior vez. Salvo la vigilante V y la insomne I, todas las letras dormían.

Por vuestra parte, ¿habéis hecho algo?, ¿habéis mirado en las bibliotecas? —les pregunté sin mucha esperanza.

¡Imposible! —gritó la I—. ¡Imposible implicarse en las ilusorias iniciativas de un imberbe!

Lo intenté una y otra vez, pero ninguna de las letras había consul­tado la obra de Salinger durante mi ausencia. El calor, dijeron todas, les quitaba las ganas de trabajar. Cuando ya iba a desistir, se oyó la vocecita de la Ch.

Yo quiero hablar de Chapman —dijo.

¿Qué Chapman?

Chapman, el que mató a John Lennon.

Pues tú dirás.

Cuando la policía acudió al edificio Dakata se encontró con que Chapman, el asesino, se había quedada allí leyendo un li­bro. El libro era The catcher in the rye y lle­vaba una dedicatoria que decía: “De Holden Caulfield a Holden Caulfield”. Cuando lle­gó el día del juicio, Chapman declaró que él era el Holden Caulfield de esta época y que había matado a Lennon por dos razones: porque Lennon se había convertido en un phoney y porque quería promocionar la no­vela de Salinger.

Te agradezco muchísimo la información— dije sorprendido—. Pensaré en lo que me acabas de decir. Me ayudará a profun­dizar en el tema de la mesa redonda.

Contento por aquel inesperado fmal, fui donde la II y le pedí dos helados. Uno para mi y otro para la Ch, una letra que nunca debió ser separada del alfabeto.



BERNARDO ATXAGA, Tras los pasos de Holden Caul­field, El País Semanal, Madrid, páginas 38-49.


FOTOGRAFÍAS: JOSÉ MANUEL NAVIA

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